Hay una
laucha,
una
enorme laucha
en mi
cocina.
Tiene
casi dos metros de alto
y
camina por las estanterías
en
busca de comida.
Yo le
puse nombre
se
llama: Jenofonte.
Mi
laucha en grande
como un
rinoceronte
pero
rápida y sigilosa
como
una ardilla ninja
sospechosa.
Nadie
más puede verla
por eso
mi familia no se escandaliza,
pero yo
conozco sus gustos:
escondo
pizzas y sandías entre las tazas
y entre
los estantes,
tortas
de chocolate,
aceitunas,
quesos, tomates.
Por las
noches
mi
laucha Jenofonte
sube a
la mesada.
Enciende
el hocico, la radio
y pone
la pava.
En
plena madrugada
husmea
los rincones,
sin
hacer mucho ruido,
chupa
unos amargos,
y
devora despacito
su
banquete preferido.
Al
despertar
es mi
turno de jugar.
Siempre
deja entre las frutas,
dentro
de la azucarera
o
pegado en la heladera,
un
papelito escondido:
“Querida
niña, nuevamente,
Jenofonte
agradecido.”